En el contexto de la educación chilena, pensar en un colegio en donde no se pongan notas resulta extraño o incluso insólito. ¿Cómo evalúan? Suelen preguntarnos los padres que se acercan al colegio. Esta pregunta espontánea pone en evidencia una problemática central en el proceso pedagógico tradicional, que suele homologar dos conceptos disímiles como son evaluar y calificar. Si orientamos el aprendizaje hacia la obtención de buenas notas, instalamos en los niños y jóvenes algo que viene desde afuera y que los clasifica (porro, regular, mateo). Es decir, la calificación no opera solo sobre determinada tarea, sino también sobre el individuo en formación, influyendo en las dinámicas de aprendizaje y en las relaciones internas del grupo de alumnos(as). Asimismo, esta orientación al logro, al actuar de manera externa, sitúa a los alumnos(as) en una dinámica de intercambio (yo hago esto para obtener aquello), lo cual puede devenir en un deseo de completar una tarea, en vez de querer comprender y disfrutar las instancias de aprendizaje.
Por otra parte, un elemento no menor tiene ver con lo que subyace en las pruebas o exámenes que regularmente se dan a lo largo de la educación tradicional. En dicho paso por el colegio, se realizan entre mil y dos mil pruebas, en las cuales se evalúan a los estudiantes en diferentes áreas del conocimiento (química, lenguaje, idiomas), pero la idea de un examen es en general la misma. Sin embargo, lo que ignoramos de este proceso es lo que aprendemos al repetirlo mil veces en nuestra infancia y juventud. Miles de veces nos sometemos a una situación que nos dice que toda pregunta tiene una sola respuesta correcta, y que esa respuesta no la obtendremos por cuenta propia, sino que fue facilitada por un adulto. Mil veces experimentamos que nosotros no descubrimos conocimiento, sino que lo recibimos de otro, y que ese conocimiento es uno y absoluto, y que para ser exitosos debemos limitarnos a él. Estos aprendizajes tienen una enorme carga política y social, la cual es coherente con una forma particular de entender la vida, que no compartimos como educadores. ¿Queremos que nuestros alumnos aprendan que todo el conocimiento proviene del profesor, de otra persona? ¿Queremos que aprendan que toda pregunta tiene una sola respuesta correcta? ¿Queremos que aprendan a esperar sentados por esa respuesta?.
Ahora bien, sigue quedando abierta la pregunta inicial: ¿cómo evalúan? La evaluación, al enfocar la instancia pedagógica en los alumnos(as) concretos que tenemos en la sala de clase, se vuelve un trabajo personalizado, en donde se evalúa el proceso de aprendizaje a través del contacto cotidiano con los estudiantes. Los profesores realizan una búsqueda individual, de intercambio con sus pares y en una comunicación constante con los padres, manteniéndolos informados y propiciando un vínculo de retroalimentación para, de este modo, poder evaluarlos y exigirlos según sus capacidades y necesidades. No hay notas, sin embargo, a diario se les exige por medio del trabajo en sus cuadernos de clase (lo que tradicionalmente se conoce como evaluación de portafolio), tareas, investigaciones, proyectos en la media, presentaciones de distintos tipos, realización de trabajos, informes de lectura, ensayos, entre otros. Asimismo, a fin de año, los distintos profesores realizan un informe sobre cada alumno(a), en el cual dan cuenta de su aprendizaje y transitar en su materia. No hay notas, pero hay niños(as) y jóvenes con las instancias para desarrollarse de sí mismos.